divendres, 28 de gener del 2011

A vivir con lo que se tiene

Estás cansada de esta vida.
Te levantas a las seis. Te duchas, limpias un poco la casa. Preparas los desayunos y bocadillos de tus hijos, mirando constantemente el reloj. Tienes que despertar a tu marido y después a las siete, antes de irte, a los niños. Todas las mañanas te peleas con ellos: no se quieren levantar, se les ha olvidado que firmes alguna notita para el colegio o tienes que buscar enseguida una caja de zapatos vacía que necesitan para trabajos manuales.
Sales corriendo para no perder el metro. Como no te has mirado en el espejo antes de salir, por la calle vas verificando tu atuendo, si tus zapatos están limpios, si tu pantalón, no está arrugado y de repente te das cuenta que te has puesto los calcetines de tu marido, esos negros que tienen un agujerito justo arriba y que no tienes ganas de coser. No te da tiempo a volver a casa. Esperemos que nadie se de cuenta.
Una vez más has perdido el metro de las siete y treinta y cinco. Te toca esperar diez minutos. Bueno eres aún un poco positiva: diez minutos de descanso sin marido, hijos, jefe ni perro. Cierras los ojos para soñar un ratito...pero no puedes, sabes que en tu mesa del despacho te dejaste un informe incompleto que tiene que salir a las once. Tratas durante estos diez minutos de tranquilidad de solucionar las dudas que tenías el viernes, antes de este final de semana agotador. No podías cerrar el informe porque te preocupaba más la merienda que prepararías al día siguiente para los amigos que tu marido había invitado para celebrar tu cumpleaños. La verdad es que hubieras preferido ir al cine o al teatro. Esto nunca es posible, no tienes tiempo, o hay un partido de fútbol o no sabes donde localizar a tu marido.
No sabes ya porque te casaste... Si es verdad, estabas enamorada, querías compartir tu vida con él, tener cuatro o cinco hijos. Con uno de muestra ya tenías bastante. Nunca te hubieras imaginado el agobio que es tener a tu cargo dos niños pequeños y otro más grande: tu marido.
Un marido es peor que un hijo. No te atiende, no te hace caso, no te ayuda y no puedes reñirle como a uno de tus vástagos. Claro como vas a reñirle: no es tu hijo, aunque él te considere algunas veces como su madre. Todo lo relativo a la casa depende de ti. Aún no sabe en que cajón están sus calzoncillos.
Pasa de todo lo que está relacionado con la parte práctica de la vida. De repente ya no sabe ni preparar una tortilla para la cena de los niños, cuando tú llegas tarde. Es mucho más fácil llevarles al bar de la esquina y que les preparen un bocadillo. Mientras tanto, él puede tomarse dos o tres cervezas, un chato de vino y probar la última botella de orujo que ha traído, Amador, el dueño del bar.
Vuelven demasiado tarde a casa y no sabes nunca donde están. Cuando llegan, ellos muertos de sueño, y él feliz de la vida, te explica que los ha llevado al bar, para ahorrarte el fregar los platos.
No tienes que fregar los platos pero, si, el suelo, ya que nadie ha sacado el perro.
Los niños se acuestan sin ducharse y sin haber preparado la cartera para el día siguiente. Regañas a tus hijos, pero ya no te oyen. Duermen.
Abres los ojos. El metro está a punto de llegar. Te levantas. Coges tu bolso, tu cartera, y la dichosa bolsa con el chándal que compraste el viernes pasado y tienes que cambiar porque es demasiado estrecho para el peque.
No entiendes lo que ocurre. Alguien te ha pegado un empujón y estás medio atontada sin el bolso que acaban de robarte.
Te ayuda Ángel, un vecino de tu urbanización. Te acompaña hasta comisaría para que pongas una denuncia. Te invita a tomar un café antes de volver a la estación y te coge de la mano para ayudarte a entrar en el compartimiento. Te estremeces. Hace ya muchos años que nadie te coge de la mano. El contacto de esta mano sobre la tuya es inquietante. Has notado algo. Algo diferente.
Te sientas y miras el reloj. Hoy llegarás con dos horas de atraso, sin bolso, sin llaves, sin dinero. Menos mal que no te han robado la cartera donde tienes el esquema del final del informe.
Vuelves a cerrar los ojos durante el trayecto hasta la oficina. Si tu marido te cogiese de la mano, te sonriera y te mirara como lo hizo Ángel esta mañana, se lo perdonarías todo. Olvidarías sus olvidos, olvidarías que sólo eres la cocinera, la mujer de la limpieza, la niñera del apartamento número nueve de la urbanización de lujo Los Cisnes.
Olvidarías que pasas muy poco tiempo con él. Olvidarías que él prefiere la compañía de sus amigos, de los vecinos de quién sea, con tal de encontrar otra cosa menos aburrida que el hogar, de demostrar que él es un hombre libre, sin atadura, que vive la vida a su aire y no tiene que rendir parte a nadie de lo que hizo durante estas horas muertas del día. Se enorgullece de que no le caerá la casa encima. A lo mejor le caerá otra cosa y no sabrá cual es...
Olvidarías que tus hijos se pasan los sábados y domingos preguntando por su padre y que lloran por que les hubiera apetecido ir al zoológico con él, en vez de darle a la pelota toda la tarde por los pasillos de la casa.
Te preguntas lo que busca este extraño con quién te casaste. ¿Que busca fuera? ¿Que quiere demostrar?
Querrá rellenar su vacío. Este vacío que ha forjado él-mismo desde joven, y que ha ido ensanchándose cada vez más, por miedo. Miedo a que lo descubran. Miedo a que todos se den cuenta de su soledad, de su angustia, de sus miedos.
Unas lágrimas caen sobre tus mejillas. No quieres pensar tanto. Te gustaría no analizar vuestra vida. Tu sicóloga ya te lo dijo. Tienes dos soluciones: le abandonas o le aguantas. No quieres abandonarle ni aguantarle.
Te faltan unos minutos para llegar a tu estación. Te pintas los labios, recoges unas mechas locas que se pasean por tu frente y abandonas el único lugar donde puedes descansar y pensar.
Menos mal que tus compañeros de trabajo son simpáticos. Sus bromas te hacen olvidar tus penas, las sombras grises que oscurecen tu vida.
Ellos parecen felices. Hablan de sus parejas, hablan de lo que hacen juntos, hablan de su futuro.


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