Tengo cuarenta y dos años, la vida me persigue día a día y me empuja, seguramente hacia la muerte y el olvido. Es así y no puedo más que lamentarlo cuando lo pienso. Si no lo pienso, no creo que me haya distraído y haya ganado un tiempo de sosiego. Muy al contrario, creo que me he engañado, malgastado esperanzas vanas. Por las noches, cuando el tedio del insomnio amenaza con hacerse más amargo; cuando no quita el desasosiego mirar una película, por más absorbente, salvaje o porno que sea; para no hablar de las pocas opciones de un libro de versos poderosos, ni del diario del día, ya acabado, ni de una revista casual; cuando se piensa que pensar resulta innecesario y que el amor sólo le despista minutos a la pobre noche. Perdidas todas las esperanzas de hallar el hilo cálido del sueño y de no desear ni soltar en la víspera de nadie humo de maría, acechando las ventanas iluminadas de las casas de enfrente que juegan a on-off. Por no pasar nada, ni coches pasan, ni llueve. Tampoco suena el teléfono (¿por qué habría de hacerlo a tamañas horas de la noche?), ni hay tarea en que ocuparse (¿para qué, si mañana será todo mañana para hacerla?). No sirve de nada contar segundos sin equivocarse, porque siempre son los mismos. Puede que se diferencien menos que una hora de otra hora y, sin ninguna duda, que un día de otro día. Aunque a los cuarenta y dos años se confunden los días y los segundos y hasta algún que otro año.
Es entonces cuando recuerdo al hombre que me comienza los sueños. Hace más de treinta años y no he perdido su viva imagen. No tuvo prisa en que yo cenase, no tiene prisa en que me acueste. Más adelante, no la tendrá en que me duerma. Porque lo que le agrada es convencerme de que las cosas pasan incluso si uno no lo quiere. Las buenas, las malas y, aún más, las de todos los días. Como el tiempo necesario para que un niño pequeño cene, se desvista, se ponga el pijama, se acurruque en su cama y comience a escuchar cómo le comienzan los sueños. El hombre que me comienza los sueños no me persigue por los pasillos ni me llama al orden. No mira con impaciencia el reloj que hace rato ha marcado la hora en que los niños se van a la cama. Ni siquiera hace caso de mis gestos lentos y distraídos que alargan el tiempo, que lo estiran contra mí mismo, contra el sueño que tendré mañana cuando el hombre que me comienza los sueños encienda la luz de la habitación, se siente a los pies de la cama y diga como quien ha pasado la noche velando un cuerpo:
—Es hora de comenzar a contar las horas que tiene el día que comienza.
Y yo, cada día, pensaba en las muchas horas que había para contar las horas que en el día había, y lamentaba, sin encolerizarme, que fuese justamente aquél el momento en que debía comenzar a perseguir las manecillas de los relojes. Del nuevo reloj de pulsera, a las ocho. Del despertador de cuerda de cada noche, a las ocho y cinco. Del reloj de pilas de la cocina, a las ocho y cuarto. Del reloj de cuerda suizo del comedor entre y veinte e y veinticinco. De los relojes de péndulo del recibidor, sonando la media... Ahora conozco el tiempo. Sé lo que dura un segundo y soy capaz de contar hasta doscientos con un pequeño error de tres o cuatro de más o de menos. Puedo vivir media hora con los ojos cerrados sin equivocarme más de medio minuto si imagino que son las ocho, las ocho y cinco, las ocho y cuarto, las ocho y veinte, y veinticinco. El reloj de péndulo anuncia las ocho y media, es justamente el momento en que salta la cuerda y se libera el percutor de otro reloj de pared, que arranca un sonido grave a la espiral metálica que vibra por primera vez y es golpeada y produce un segundo toque de ocho y media. Son las ocho y media.
Antes de que suene, ya puedo advertir en el reloj del despacho una energía viva segundos antes de que anuncie la media y la muerte de su anuncio. Y después oigo cómo lo oye el vecino. Ya tengo cuarenta y dos años, acabados de sonar y un poco más. Hay quien me ha felicitado por mi cumpleaños, hay quien no lo ha recordado y lo hará mañana o el año que viene, si es que lo recuerda. La mayoría, sin embargo, no pueden imaginarse a sí mismos felicitándome porque ni siquiera saben que existo y que vivo en esta calle —a la que muchos conocen más que a mi existencia— de esta ciudad —que casi todos conocen—. Y no es más grande, ni más elegante, ni más alegre, ni más histórica que cualquier otra, pero todos saben como mínimo su nombre, y muchos pueden decirte en qué país está, situarla en un punto del mapa y dar las instrucciones necesarias para llegar a ella. Pero no saben que son muchas las noches en que los pienso, uno por uno. En ellos, que no me conocen y que pueden vivir sin que les pase un relámpago de mí por el cerebro, a diferencia de lo que me pasa cuando me encandila la sensatez de pensarlos, uno por uno.
Sólo si puedo recordar al hombre que me comienza los sueños la noche se vuelve más plácida y breve, como la ilusión de un día luminoso de verano que se cuenta a los amigos.
Jaume Capó Frau
Jaume Capó Frau