El tiempo se agota. Las horas corren como minutos. Los minutos como segundos, y los segundos desechos antes de ser.
La mujer camina de un lado al otro de la calle, evita pisar las rayas de las baldosas, andando casi de puntillas, a modo de pequeños y ridículos saltitos.
Al llegar a su altura la gente traza una curva para esquivarla. La miran de reojo al pasar por su lado, como si de un momento a otro pudiera echarse encima de ellos.
Es pequeña. Tiene las manos enfundadas en unos guantes de lana con diminutos rotos. Junta las manos a la altura del pecho, y con la cabeza gacha, masculla una letanía de inconexas palabras a modo de oración.
El rostro está congestionado: manchas rojas en las mejillas, ojeras pronunciadas, la nariz húmeda a causa de las lágrimas. Llora despacito, como si no fuera consciente de hacerlo. Llora a la par que sorbe por la nariz los mocos que no se suena.
Parece pequeña pero no lo es.
Sus pies están embutidos en unas deslumbrantes zapatillas nuevas de estar por casa. La lluvia que hace rato cae perseverante, ha calado la suela. Sus calcetines mojados se encargan de llevar el frío a sus piernas, y de allí a su corazón.
El se lo había prometido. Le había dicho: "a las cinco iré a por ti". Y ella le había creído. No tenía motivos para no hacerlo.
Pero ahora que el reloj de la torre marcaba las cinco y media, ahora que el miedo y el frío la habían convertido en estatua de sal, empezó a hacerse preguntas.
Y todas ellas comenzaron a tejer una tela de araña, negra y viscosa a su alrededor. Se pegaron a sus ojos como una sucia venda, que se intentó quitar entre gritos, dejando su rostro surcado de arañazos.
Cayó al suelo, rendida. Volvió a caer. Cayó, y no pudo ya levantarse más.
Una suave presión en sus hombros la izó. Una mano fuerte pero delicada apartó los restos de telaraña pegados a su pelo. Unos ojos la obligaron a mirarlos y la trajeron de vuelta. Despacio.
En silencio la condujo a un banco, se arrodilló, y le quitó las húmedas zapatillas. Cogió entre sus manos los menudos pies y los frotó, para hacerles entrar en calor. Sacó de una bolsa unos zapatos y calcetines, y se los puso con delicadeza.
Cenicienta y el Príncipe, en una grotesca versión del cuento.
--¿Nos vamos a casa?
Ella por respuesta se abrazó a su cuerpo y enterró la cabeza en él.
--Creí que no vendrías.
--¿Cuando he dejado de venir? Y la sonrió.
Pero su semblante estaba serio. Quizá un día no podría encontrarla. Y entonces... ¿qué?
La mujer se deshizo del abrazo y echó a correr por la avenida. Dobló una esquina y se adentró en una calle sin salida.
El la siguió sin prisas. Ella le esperaba agitada, en medio del callejón, expectante.
Cuando llegó a su altura, la sonrió. Asintió con un gesto, y ella, dejando salir una risa limpia, armónica y afinada, que retumbó en las paredes de su pecho, echó atrás la cabeza.
Entonces se irguió y echó a volar.
El hombre se apresuró a coger rápidamente el hilo, y condujo su cometa a casa.
La mujer camina de un lado al otro de la calle, evita pisar las rayas de las baldosas, andando casi de puntillas, a modo de pequeños y ridículos saltitos.
Al llegar a su altura la gente traza una curva para esquivarla. La miran de reojo al pasar por su lado, como si de un momento a otro pudiera echarse encima de ellos.
Es pequeña. Tiene las manos enfundadas en unos guantes de lana con diminutos rotos. Junta las manos a la altura del pecho, y con la cabeza gacha, masculla una letanía de inconexas palabras a modo de oración.
El rostro está congestionado: manchas rojas en las mejillas, ojeras pronunciadas, la nariz húmeda a causa de las lágrimas. Llora despacito, como si no fuera consciente de hacerlo. Llora a la par que sorbe por la nariz los mocos que no se suena.
Parece pequeña pero no lo es.
Sus pies están embutidos en unas deslumbrantes zapatillas nuevas de estar por casa. La lluvia que hace rato cae perseverante, ha calado la suela. Sus calcetines mojados se encargan de llevar el frío a sus piernas, y de allí a su corazón.
El se lo había prometido. Le había dicho: "a las cinco iré a por ti". Y ella le había creído. No tenía motivos para no hacerlo.
Pero ahora que el reloj de la torre marcaba las cinco y media, ahora que el miedo y el frío la habían convertido en estatua de sal, empezó a hacerse preguntas.
Y todas ellas comenzaron a tejer una tela de araña, negra y viscosa a su alrededor. Se pegaron a sus ojos como una sucia venda, que se intentó quitar entre gritos, dejando su rostro surcado de arañazos.
Cayó al suelo, rendida. Volvió a caer. Cayó, y no pudo ya levantarse más.
Una suave presión en sus hombros la izó. Una mano fuerte pero delicada apartó los restos de telaraña pegados a su pelo. Unos ojos la obligaron a mirarlos y la trajeron de vuelta. Despacio.
En silencio la condujo a un banco, se arrodilló, y le quitó las húmedas zapatillas. Cogió entre sus manos los menudos pies y los frotó, para hacerles entrar en calor. Sacó de una bolsa unos zapatos y calcetines, y se los puso con delicadeza.
Cenicienta y el Príncipe, en una grotesca versión del cuento.
--¿Nos vamos a casa?
Ella por respuesta se abrazó a su cuerpo y enterró la cabeza en él.
--Creí que no vendrías.
--¿Cuando he dejado de venir? Y la sonrió.
Pero su semblante estaba serio. Quizá un día no podría encontrarla. Y entonces... ¿qué?
La mujer se deshizo del abrazo y echó a correr por la avenida. Dobló una esquina y se adentró en una calle sin salida.
El la siguió sin prisas. Ella le esperaba agitada, en medio del callejón, expectante.
Cuando llegó a su altura, la sonrió. Asintió con un gesto, y ella, dejando salir una risa limpia, armónica y afinada, que retumbó en las paredes de su pecho, echó atrás la cabeza.
Entonces se irguió y echó a volar.
El hombre se apresuró a coger rápidamente el hilo, y condujo su cometa a casa.
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