Aquella mañana el sol brillaba con fuerza, los rayos penetraron a través de la ventana impactando en su rostro. Primero abrió un ojo, e instantes después el otro. Desde el primer momento sabía que hoy iba a ser un día especial. Casi no había vuelto de su viaje por la ruta de los sueños cuando un misterioso olor entró e inundó su habitación. Me es casi imposible describirlo, olían bien, muy bien, como huele el campo después de la lluvia, aunque no llovía, al menos, tres años.
Cuando volvió en sí, se levantó, eso sí, pausadamente como se abren las flores cuando llega la primavera; una vez incorporado se dirigió hacia el cuarto de baño donde se dispuso a afeitarse, luego se echó agua a la cara como queriendo borrar lo que en el espejo se reflejaba, cosa difícil pues llevaba más de ochenta inviernos viendo como esa imagen se iba deteriorando con el paso de los años. Al mirarse en el viejo espejo, uno de los tantos objetos que había comprado en uno de sus viajes a Londres, se dijo: “Dios mío, acógeme en tu cielo”, (a pesar de su escepticismo en este tema), como queriendo preparar un camino para un final inevitable. Pasados unos minutos se acabó de vestir con la misma ropa del día anterior y se dirigió a la cocina, reducida pero cómoda, donde se hizo un poco de café en el cual mojaba pequeños trozos de pan, que al igual que la vestimenta, también era del día anterior. Fue en este instante donde su mente y sobretodo sus ojos empezaron a ser invadido por numerosos recuerdos, recuerdos de una condena, condena que había sido su cruz, y la cruz su vida, pero que como el mejor de los Cristos la había llevado y la llevaría hasta el día de su muerte, cosa que esperaba desde hacía mucho tiempo y que deseaba con toda su alma.
Una vez desayunado, cogió su bastón, rígido, de color ocre, fiel reflejo de su rostro, y se dispuso a caminar calle abajo, con pasos acompasados, poco a poco, primero un pie y luego despacio, el otro, al igual que un cargador cuando lleva su Nazareno. Ya llevaba casi una hora andando cuando por fin llegó a su destino. En la entrada, un arco adornado con pequeños azulejos de porcelana china, colocados uno tras otro para formar dos palabras: CEMENTERIO MUNICIPAL. Entró y comenzó a pasear por aquel bosque de almas hasta que se detuvo en una de las lápidas en la que se podía leer: MARÍA AUXILIADORA SAAVEDRA PONCE, falleció el día 29 de Febrero. a los 50 años de edad....” y todo lo que sigue normalmente en un sepulcro de estas características. Ante ella, se arrodilló como hace un caballero ante su rey y con la voz entrecortada dijo: “Perdón”, llevaba más de treinta años haciendo lo mismo todos los días, soleados, nubosos, lluviosos, daba igual, tenía que rendir tanta pleitesía como penitencia ante aquella dama, que aunque la había tratado como la mejor de las reinas nunca le había entregado su corazón, el cual estaba escondido en la gruta más profunda de su ser. Y así se despidió de su mujer hasta el día siguiente.
Cuando llegó a su casa (pequeña pero acogedora), abrió el robusto y magnífico armario que compró con el dinero de su primer y último libro (en realidad nunca fue bueno). Cogió unas llaves grandes, doradas, que abrían un arcón y sacó una pequeña caja de cartón. “Mi corazón está aquí y quiero liberarte” –dijo con la mirada perdida en aquella maraña de hojas abrigadas con un manto de secretos, la mayoría de ellas inconfesables y vitalicios-. Cientos de papeles amarillos, blancos en su día, aunque como el camaleón, habían cambiado su aspecto, decenas de cartas, almanaques y amuletos se encontraban en el interior de aquel cofre. Entre todos los recuerdos encontró una fotografía en blanco y negro donde se podía contemplar un semblante angelical, una hermosa figura descalza, vestida completamente de blanco añil, casi celestial y bajo la fotografía la poesía más bella que jamás le habían escrito:
Aunque estés lejos,
Y mis ojos no puedan mirarte,
Ni llegue hasta mí el eco de tus palabras,
Ni pueda susurrar un te quiero en tu oído,
Mi corazón siempre llevará tu imagen,
Y en mi pecho latirá el sonido de tu voz,
Y el viento llevará mi amor hasta tu lecho,
Y en sueños, volaré hasta ti para abrazarte
Para sentir tu rostro en mi pecho,
Tus manos enredarse en mi pelo,
Te vas,
Y te llevas la llave de mil secretos,
Y el secreto de un corazón,
Que cada día
Lleno de esperanza
Buscará a través de un espejo
El reflejo de tu sonrisa
Porque, hasta que vuelvas a mi lado
La soledad será mi mejor amiga.
Las lágrimas corrieron rostro abajo saltando cada surco de su vieja piel hasta llegar a las comisuras de sus labios, maldiciendo a Dios y con un fuego que ardía en lo más hondo de su vientre cayó al suelo desconsolado y sin fuerzas para seguir leyendo pero con las justas para mirarla y recordar unos versos de un escritor español: “Qué pena tan grande es / estar juntito del agua / y no poder beber”. Y en ese estado se quedó, agotado por la eterna lucha entre su razón y su corazón.
Al despertar de esta contienda, los pájaros hacían sus últimos cantos del día pues el crepúsculo se acercaba envolviendo todo en su alrededor y tras él la noche. , la ansiada noche, le gustaba la noche porque era lo más parecido a la muerte, los sentidos pierden sus nombres, al menos uno no es consciente de ello. Se agarró a su bastón e hizo un esfuerzo titánico para levantarse, e ipso facto se sentó en la cama que aún estaba sin hacer, puso un poco de música y empezó a ordenar la biblioteca; Marlowe, Oscar Wilde, Shakespeare, Homero, Lorca, todos tenían un lugar en su biblioteca, pero entre todos ellos, uno muy especial, uno anónimo que encontró cuando estudiaba en la Facultad, encuadernado con dos hojas de cartón forradas de ébano y una estampación de un rojo intenso, como teñida de sangre, en la cual había una breve frase que decía: “Para mi único amor”, quizás fueron esas palabras lo que le llamaron tanto la atención, el caso es que lo guardaba cuan pirata guarda su tesoro. Posiblemente el libro perteneció a alguien que pensaba que amor sólo hay uno cuando se trata de un amor verdadero y quizás lo tiró por no ser correspondido, claro que esta era su hipótesis, pero cada persona puede tener una diferente, aunque le gustaba pensar que alguien amó a una persona toda su vida a pesar de no poder compartirla con ella, es decir, que no era el único que tiene esta clase de sentimientos.
Al caer la noche y después de haber cenado, tomó de nuevo su bastón y se marchó sigilosamente hacia la escalera, la cual llamaba “La escalera del cielo” porque cada vez que subía sentía que iba al paraíso, y éste no era otra cosa que su hermosa azotea donde se sumergía en ese océano allende los mares donde cada noche daba rienda suelta a esos sentimientos que desde muy joven había encerrado bajo llave. Se sentó en un banco de madera, pintado en verde, que le daba a la azotea un aspecto más pintoresco y se sentó paulatinamente. Metió la mano entre la chaqueta y la camisa y sacó del bolsillo una pipa (nunca le habían gustado los cigarrillos) y una pequeña bolsa que contenía tabaco de Cuba. Con mucho cuidado echó un poco de tabaco en la pipa y lo prendió con las cerillas que había comprado en la tienda de Doña Manuela, mujer agradable pero que tenía un aspecto terrorífico pues sólo tenía un par de dientes y debía de pesar más de cien kilos, además de ser una fisgona. Luego alzó su vista hacia el firmamento buscando entre el universo una estrella, o mejor dicho, su estrella, esa estrella que era su único lazo en común, el espejo donde se miraban cada noche desde que se conocieron, era como estar en una cárcel donde los barrotes eran sus vidas y aquella estrella fuese el tiempo que les dejan para verse antes de volver otra vez a la realidad. Aún recordaba la noche que junto al mar se prometieron amor eterno y ese astro sería su único lazo de unión, y si todavía estaba vivo es porque pensaba y creía que su amor también subía cada noche a verle.
Poco a poco el tabaco se consumió, limpió la pipa y la guardó en su bolsillo. Así que se despidió y al instante se levantó Descendió del cielo y con reticencia se fue al dormitorio. Cerró la ventana y la oscuridad cayó sobre él de tal manera que parecía haberse caído en un pozo profundo del cual no podía salir. Entretanto, se desnudó a tientas, se metió en la cama y se tapó los oídos como no queriendo escuchar lo que sus sentimientos le gritaban, ese escuadrón de preguntas que bombardeaban su cabeza y a las cuales nunca supo dar respuestas. De este modo se propuso poner fin a tantas incógnitas y cerró sus ojos con todas sus fuerzas, anhelando, un día más, que su anciano corazón se rindiese ante su razón.
A la mañana siguiente, un halo de luz iluminaba su habitación y atravesando la ventana un rayo de luz acarició su rostro, pero esta vez sus ojos no se abrieron y no volvería a abrirse nunca más. Su cuerpo, con la tez pálida, yacía en aquel camastro. Su corazón había caído derrotado ante su razón, en la batalla de su vida. En su dormitorio todo estaba como él lo había dejado la noche anterior, cada recuerdo esparcido por aquel dormitorio de ahora parecía un campo cultivado de ese extraño olor que deja la muerte tras de sí, y centenares de cartas de amor con un mismo remite: Siempre tuyo, Andrés.
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