Un derviche humilde y silencioso solía concurrir todas las semanas a las comidas que ofrecía un hombre culto y generoso. Tales reuniones eran conocidas como Asamblea de los Cultos.
El derviche jamás intervenía en la conversación. Después de entrar, estrechaba las manos a cada uno de los presentes, se sentaba en un rincón y comía lo que se servía. Terminada la reunión se ponía de pie, decía unas pocas palabras de despedida y agradecimiento y tomaba su camino. Nadie sabía nada de él. No obstante, cuando apareció por primera vez, circularon todo tipo de rumores de que se trataba de un santo y durante un largo tiempo los demás comensales pensaron que debía ser, sin duda, un hombre santo y poseedor de conocimientos y aguardaban con placer el momento en que el derviche les impartiese algo de sabiduría. Incluso algunos se jactaban de que el extraño participara en esas reuniones de amigos, dando a entender que esa compañía les confería a ellos una especial distinción.
Sin embargo, como no se mantenía relación alguna con aquel hombre, poco a poco los invitados empezaron a sospechar que en realidad se tratase de un imitador o de un farsante. Algunos llegaron a sentirse incómodos por su presencia. Evidentemente él no hacía nada por armonizar con el ambiente y no aportaba siquiera un proverbio a las esclarecidas conversaciones que para ellos habían llegado a significar una parte entrañable de sus mismas vidas. Incluso algunos concurrentes no llegaban a percatarse de que el derviche estuviese presente, pues pasaba totalmente inadvertido.
Cierto día el derviche habló: – Yo os invito a todos a mi monasterio mañana por la noche. Cenaréis conmigo.
La inesperada invitación suscitó en todos un revuelo de opiniones. Algunos pensaron que el derviche, que vestía muy pobremente, debía ser un loco y que con toda certeza no podría ofrecerles nada. Otros supusieron que la conducta anterior había sido una prueba. Algunos se dijeron que, por fin, el derviche los compensaría la paciencia con que habían soportado tan pesada compañía. Hubo quienes se alertaron entre sí:
- ¡Cuidado! Podría ocurrir que busque tentarnos para someternos a su poder.
Pero la curiosidad indujo a todos, incluso al anfitrión, a aceptar la invitación y, a la noche siguiente, el derviche los condujo desde la casa hasta un monasterio escondido, de tal magnitud y magnificencia que quedaron atónitos.
El edificio estaba poblado de discípulos que practicaban toda clase de ejercicios y tareas. Los invitados transitaron por salas de contemplación donde gran número de sabios de distinguido aspecto se levantaron respetuosamente para saludar la proximidad del derviche con inclinaciones de cabeza.
El banquete con que fueron agasajados fue indescriptible y sobrepasó toda expectativa.
Los visitantes se sintieron anonadados. Todos le suplicaron que a partir de ese mismo instante los aceptase como discípulos.
Pero a todas esas peticiones el derviche respondía tan solo: – Esperad hasta mañana.
Llegó la mañana y los invitados, en lugar de despertar en las suntuosas camas de seda que se les habían brindado la noche anterior, se encontraron yaciendo tiesos y desnudos, dispersos por el suelo, en el interior de un pétreo recinto de una enorme y fea ruina, sobre una yerma ladera de montaña. Ni señales del derviche, de los bellos arabescos, de las bibliotecas, fuentes y alfombras.
- ¡Ese canalla infame nos ha traicionado con artes de brujería! – vociferaban los invitados, quienes alternativamente se lamentaban y felicitaban entre sí por sus sufrimientos y porque, finalmente, habían desenmascarado al villano, cuyos poderes sin duda se habían extinguido antes de que pudieran cumplirse vaya a saber qué pérfidos propósitos. Muchos atribuyeron la salvación a su propia pureza espiritual.
Pero lo que ellos ignoraban era que, por los mismos medios de que se había valido para introducirlos en aquella mágica experiencia del monasterio, el derviche les había inducido a creerse abandonados en medio de ruinas. La verdad era que no estaban, ni habían estado, ni en un sitio, ni en el otro.
En ese instante, como surgiendo de la nada, el derviche se presentó a sus invitados y les dijo: – Regresaremos al monasterio.
Hizo un movimiento con sus manos y todos se encontraron otras vez en los salones palaciegos. Entonces se sintieron arrepentidos de sus quejas, pues inmediatamente se convencieron de que las ruinas no habían sido más que la prueba y el monasterio la verdadera realidad. Algunos musitaron:
- Es una gran suerte que no haya oído nuestras críticas. Con sólo que nos enseñe este extraño arte, habrá valido la pena.
Pero el derviche movió nuevamente las manos y todos se encontraron otra vez en la mesa de la comida en común de la cual, en realidad, nunca se habían apartado.
El derviche continuaba sentado en su rincón habitual, comiendo su acostumbrado arroz con especias, sin decir palabra. Entonces, mientras lo contemplaban inquietos, todos oyeron su voz hablar dentro de sus propios pechos, aun cuando los labios del derviche estaban inmóviles: – Mientras vuestra codicia os impida distinguir entre el autoengaño y la realidad, nada real os podrá enseñar un derviche, sólo ilusiones. Aquellos cuyo alimento es autoengaño y fantasía sólo con engaño y fantasía pueden ser alimentados.
Todos los presentes en aquella ocasión siguieron frecuentando la mesa del hombre generoso, pero el derviche nunca volvió a hablarles.
Al cabo de un tiempo, los componentes de la Asamblea de los Cultos descubrieron que su rincón estaba siempre vacío.
El derviche jamás intervenía en la conversación. Después de entrar, estrechaba las manos a cada uno de los presentes, se sentaba en un rincón y comía lo que se servía. Terminada la reunión se ponía de pie, decía unas pocas palabras de despedida y agradecimiento y tomaba su camino. Nadie sabía nada de él. No obstante, cuando apareció por primera vez, circularon todo tipo de rumores de que se trataba de un santo y durante un largo tiempo los demás comensales pensaron que debía ser, sin duda, un hombre santo y poseedor de conocimientos y aguardaban con placer el momento en que el derviche les impartiese algo de sabiduría. Incluso algunos se jactaban de que el extraño participara en esas reuniones de amigos, dando a entender que esa compañía les confería a ellos una especial distinción.
Sin embargo, como no se mantenía relación alguna con aquel hombre, poco a poco los invitados empezaron a sospechar que en realidad se tratase de un imitador o de un farsante. Algunos llegaron a sentirse incómodos por su presencia. Evidentemente él no hacía nada por armonizar con el ambiente y no aportaba siquiera un proverbio a las esclarecidas conversaciones que para ellos habían llegado a significar una parte entrañable de sus mismas vidas. Incluso algunos concurrentes no llegaban a percatarse de que el derviche estuviese presente, pues pasaba totalmente inadvertido.
Cierto día el derviche habló: – Yo os invito a todos a mi monasterio mañana por la noche. Cenaréis conmigo.
La inesperada invitación suscitó en todos un revuelo de opiniones. Algunos pensaron que el derviche, que vestía muy pobremente, debía ser un loco y que con toda certeza no podría ofrecerles nada. Otros supusieron que la conducta anterior había sido una prueba. Algunos se dijeron que, por fin, el derviche los compensaría la paciencia con que habían soportado tan pesada compañía. Hubo quienes se alertaron entre sí:
- ¡Cuidado! Podría ocurrir que busque tentarnos para someternos a su poder.
Pero la curiosidad indujo a todos, incluso al anfitrión, a aceptar la invitación y, a la noche siguiente, el derviche los condujo desde la casa hasta un monasterio escondido, de tal magnitud y magnificencia que quedaron atónitos.
El edificio estaba poblado de discípulos que practicaban toda clase de ejercicios y tareas. Los invitados transitaron por salas de contemplación donde gran número de sabios de distinguido aspecto se levantaron respetuosamente para saludar la proximidad del derviche con inclinaciones de cabeza.
El banquete con que fueron agasajados fue indescriptible y sobrepasó toda expectativa.
Los visitantes se sintieron anonadados. Todos le suplicaron que a partir de ese mismo instante los aceptase como discípulos.
Pero a todas esas peticiones el derviche respondía tan solo: – Esperad hasta mañana.
Llegó la mañana y los invitados, en lugar de despertar en las suntuosas camas de seda que se les habían brindado la noche anterior, se encontraron yaciendo tiesos y desnudos, dispersos por el suelo, en el interior de un pétreo recinto de una enorme y fea ruina, sobre una yerma ladera de montaña. Ni señales del derviche, de los bellos arabescos, de las bibliotecas, fuentes y alfombras.
- ¡Ese canalla infame nos ha traicionado con artes de brujería! – vociferaban los invitados, quienes alternativamente se lamentaban y felicitaban entre sí por sus sufrimientos y porque, finalmente, habían desenmascarado al villano, cuyos poderes sin duda se habían extinguido antes de que pudieran cumplirse vaya a saber qué pérfidos propósitos. Muchos atribuyeron la salvación a su propia pureza espiritual.
Pero lo que ellos ignoraban era que, por los mismos medios de que se había valido para introducirlos en aquella mágica experiencia del monasterio, el derviche les había inducido a creerse abandonados en medio de ruinas. La verdad era que no estaban, ni habían estado, ni en un sitio, ni en el otro.
En ese instante, como surgiendo de la nada, el derviche se presentó a sus invitados y les dijo: – Regresaremos al monasterio.
Hizo un movimiento con sus manos y todos se encontraron otras vez en los salones palaciegos. Entonces se sintieron arrepentidos de sus quejas, pues inmediatamente se convencieron de que las ruinas no habían sido más que la prueba y el monasterio la verdadera realidad. Algunos musitaron:
- Es una gran suerte que no haya oído nuestras críticas. Con sólo que nos enseñe este extraño arte, habrá valido la pena.
Pero el derviche movió nuevamente las manos y todos se encontraron otra vez en la mesa de la comida en común de la cual, en realidad, nunca se habían apartado.
El derviche continuaba sentado en su rincón habitual, comiendo su acostumbrado arroz con especias, sin decir palabra. Entonces, mientras lo contemplaban inquietos, todos oyeron su voz hablar dentro de sus propios pechos, aun cuando los labios del derviche estaban inmóviles: – Mientras vuestra codicia os impida distinguir entre el autoengaño y la realidad, nada real os podrá enseñar un derviche, sólo ilusiones. Aquellos cuyo alimento es autoengaño y fantasía sólo con engaño y fantasía pueden ser alimentados.
Todos los presentes en aquella ocasión siguieron frecuentando la mesa del hombre generoso, pero el derviche nunca volvió a hablarles.
Al cabo de un tiempo, los componentes de la Asamblea de los Cultos descubrieron que su rincón estaba siempre vacío.
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